Un amigo hace ya bastante tiempo me conto una historia.
La historia debo reconocer me gusto en su momento, la valore
con el tiempo, y proyectándola a futuro puedo decir que se repite en cada una
de las historias de cada uno. En algunas parejas en menor o mayor grado, pero inevitablemente
esta historia ocurre en cada noviazgo, pareja, o matrimonio que llega al
hartazgo. No hablo desde el pesimismo sino desde el realismo.
Mi amigo me conto un par de veces la misma historia como
quien no recuerda haberla contado antes o como quien la reza en vos alta para
que se divulgue, para que seamos conscientes del despertar del alma que en
algún momento se adormece, o simplemente se va.
Como intro de esta historia me decía lo mismo: un famoso
escritor contaba que había dos formas de morirse, una la más convencional en la
que el cuerpo muere, y el alma toma su rumbo según la religión del muerto, se
puede ir al purgatorio, se puede reencarnar o simplemente se queda acá al lado
de la gente querida. La otra forma (y quizás la más triste) es aquella en la
que el alma es la que se muere, se adormece, se va; y el cuerpo queda ahí, respirando, comiendo, sigue despierto pero
casi como un sonámbulo.
Después de hacer esta intro, ahí sí, se metía de lleno en la
historia de una pareja amiga de él (aunque yo siempre intuí que era su propia
historia la que me estaba contando) y con toda la ternura del mundo me
comentaba que esta pareja no muy joven, ni muy entrada en años, vivieron su
etapa de novios, sus noches de miel y sus días de flores como cualquier pareja.
Vivieron sus años de rutina, de costumbres, donde uno ya no piensa ni en las
mieles ni en las flores, pero encuentra en esta etapa la seguridad de lo
conocido, valora la rutina como un método de confianza, de que lo no salga de
los parámetros ya estipulados por la costumbre, no lastima, no duele, pero
tampoco sorprende.
Esta última es la etapa clave, donde la costumbre mata la
sorpresa, mata la magia. A alguna pareja le llega pronto, en otra tarda más y
en algunas quizás no llega o no se es conciente de vivir en ese estado.
Podemos decir que la costumbre dentro de la pareja es la anestesia
del alma. Es la bayoneta a la magia. El me decía que ya no veía el brillo en
los ojos de esta pareja amiga. Ya no sentía esa irradiación, esa fuerza que
largan los enamorados.
Inevitablemente la costumbre, la rutina, el aburrimiento y
algunos ingredientes mas que no vienen al caso precipitaron la separación. Mas
o menos traumática como cualquier separación, el se va, su cuerpo se va. Ella
se queda.
Pasaron los días, las semanas, los meses y los años también.
Quiso el destino que alguna vez se vuelvan a juntar, se vuelvan a cruzar y ya
sin magia pero con respeto por los años vividos juntos se sentasen a hablar.
Se hablo de banalidades, del paso del tiempo, de la
inobjetable tarea del tiempo como elemento de desgaste de absolutamente todo, y
cuando ya estaba casi todo dicho ella pregunto:
-¿Qué te llevo a irte el día que te fuiste?
Después de viajar un rato por sus recuerdos, el respondió:
-Yo no me fui el día que mi cuerpo decidió irse de esa casa,
yo me fui el día que el alma decidió irse de mi cuerpo. Ese día mi cuerpo salió
a reencontrase con mi alma.
Casi sin querer ella lo disculpo y lo entendió.
Cada vez que mi amigo me contaba esta historia, se quedaba
un rato largo en silencio. Un tiempo lo suficientemente extenso como para que
uno se pare a ver donde estamos parados en la vida. Donde esta nuestra alma y
si inconscientemente no deberíamos salir a buscarla. Historias como estas se
repiten en cada lugar y en todos los tiempos, me recordaba una y otra vez mi
amigo, a quien yo cada vez que escuchaba no podía evitar sentir la presencia de
su alma aun más tangible que su propio cuerpo.